miércoles, 28 de marzo de 2012

La eterna evasión

Alargar la toma de decisiones importantes, esperando el momento ideal para ello, no siempre es positivo, al contrario. Mientras tanto, las emociones y sensaciones pueden ir en augmento, cada vez más insistentes y desagradables. Porque tienen un sentido, van en la dirección de intentar un cambio, una movilización, para salir de esa situación que nos incomoda, estresa, deprime, agobia, inquieta o lo que sea negativo.

Los problemas no se suelen ir solos y están muy de moda los medicamentos. No soy contraria a ellos porque tienen utilidad en muchos casos y momentos, pero sin trabajar la causa del problema difícilmente avanzaremos. Por eso empeñarse en no sentir las emociones y acallarlas no siempre es bueno, sobretodo a la larga. Para situaciones intensas puntuales sí, como modo de contención de grandes emociones que nos resultan insoportables, pero no las veamos como malas, no son el problema que hay que solucionar, son señales de nuestra psique que se manifiestan a modo de sensaciones corporales (que nos hacen sentir mal, con ansiedad, estrés, miedo, angustia, tristeza...) o de pensamientos obsesivos y circulares, que invaden nuestra mente a casi toda hora y nos impiden centrarnos en otras cosas. A veces nos crean enfermedades psicosomáticas, porque nuestra psique no puede conformarse con lo que nos empeñamos en soportar.

Las emociones buscan restablecer el equilibrio perdido. Porque dejando para más adelante decisiones que cambiarían demasiado nuestra vida nos hace renunciar a un futuro mejor. Mientras estamos viviendo en un presente que nos disgusta, jamás tendremos ese futuro que deseamos. ¿Esperamos que las cosas cambien solas o que sean otras personas las que decidan por nosotros, librándonos de lo desagradable de dar ese paso? A veces sucede, aunque este tipo de decisiones tiene un precio: el dolor. Y lo sentimos igual seamos nosotros los que demos ese paso o sean otros los que nos hagan el trabajo sucio.

Sin embargo, el ansiado momento ideal que esperamos para dar el cambio no suele llegar nunca, pues las cosas tienden a complicarse y a veces llega pero el miedo nos sigue paralizando, porque los cambios, aunque muchas veces sean deseados, también dan mucho miedo. Por eso, en algunas ocasiones nos parece tocar fondo y querer explotar y acabar con todo, sacarnos de golpe toda esa presión que llevamos sobre los hombros, aprovechando la inercia que dan emociones como la rabia o el enfado.

La duda de si luego nos arrepentiremos es la que más paraliza. Egoístamente, queremos tomarnos nuestro tiempo para no arrepentirnos de la decisión, ya que si dudamos es porque algo bueno tiene la situación en la que nos encontramos, porque no todo es negativo, aunque sepamos que no es suficiente. También hay que tener en cuenta, cuando son problemas de pareja que, de mientras, privamos a la otra persona de librarse de una relación en la que ya, sin saberlo, no tiene ni voz ni voto, pues tarde o temprano, seguramente, acabaremos dando ese paso.

Qué fácil era ser un niño, ¿verdad? Cuando las decisiones las tomaban nuestros padres. La madurez conlleva responsabilidad y la responsabilidad, la gestión de nuestro bienestar. Porque no depende de nadie más, aunque a veces estemos en situaciones tan complicadas que no veamos nuestro poder de cambiar nada, de poder salir del problema por nuestros propios medios. Casi siempre es posible, lo que suele pasar es que a veces es necesario un cambio radical que no queremos hacer, soportando lo insoportable hasta no poder más.